Seis repúblicas, cinco naciones, cuatro culturas, tres lenguas, dos alfabetos, un estado.
Cuando la riqueza cultural y multirracial se convierte en un problema.
Sin ser comunista, socialista, nacionalista ni fascista.
Tengo un primo que es sudeslavo, mi novia es serbia, mi padre nació en Zagreb, yo en Mostar, paso las vacaciones en Dubrovnik, me encanta Liubliana y muchos de mis amigos son musulmanes. No reniego de húngaros ni de albaneses, solo creo en una historia y siempre me he regido por tres colores: los de la bandera de Yugoslavia.
Todo está tranquilo ahora en Belgrado, aunque nunca se sabe. Tengo casi tantos años y más de la mitad de mi vida transcurrió con una guerra de fondo en la que nunca quise participar. Nací dos veces, una de verdad y la otra el mismo día que fallecí por primera vez. Ahora vivo de regalo. La naturaleza del yugoslavo no es beligerante, es diversa. No rehuimos la fricción y nos mostramos vehementes en la disputa. Aunque todos somos hermanos, tenemos tantas diferencias que parecemos cada uno de su padre y de su madre. Pero como los de Rennes y los de Marsella, como los de Madrid y Barcelona, con las mismas diferencias que tienen los neoyorkinos y los angelinos. Sin embargo, aquí hubo un conflicto para establecer muros y fronteras de la vergüenza que tratarán de lograr que olvidemos un tiempo en el que todos íbamos de la mano.
La opinión pública suele olvidar que la guerra no termina un día en concreto. Esta se prolonga posteriormente hasta que la memoria se mantiene viva y el dolor hasta más allá de la eternidad. La miseria no solo adopta forma de pobreza, también de vergüenza, de incomprensión, de no tener ni siquiera un lugar al que poder llamar patria.
Yugoslavia tenía todos los colores del mundo: verde por sus bosques, azul por sus costas, rojo por unos, blanco por la esperanza…. y también negro por un futuro incierto. Podgorica, Split, Sarajevo, Skopje o Pristina: en todas las ciudades continua la esencia yugoslava, con el corazón a flor de piel, con la entonación al unísono, con el recuerdo de una historia que sigue viva a pesar del tiempo transcurrido.
A mí me gustaría creer que nadie quiere desangrarse de esta forma, que hay que ser muy tonto para desearlo, que los nacionalismos generan odio y que, en definitiva, juntos somos más. Por eso, y aunque me llamen loco, creo en aquella Yugoslavia que era un país relevante en la vieja Europa, tan dinámica y bella como cualquiera de sus intactos amaneceres, con su intensidad y su temperamento, también con sus diferencias y sus defectos, pero con una esencia histórica que no se empaña por mucho que algunos se empeñen. Y no es un juego de palabras. Porque en los Balcanes los juegos a veces terminan mal.
Soy el yugoslavo, aquel señor que murió el 25 de junio de 1991 y que nació el 5 de junio de 2006 para resucitar reencarnado en el recuerdo de un tiempo en el que la unión perdió la fuerza.
Hoy la esperanza sigue en pie.