Había salido por la puerta de atrás, con urgencia, sin mesura, con grandes dosis de vergüenza y, sobre todo, con ligero equipaje en alma y espíritu. Hubo un tiempo en que, bueno, era habitual pagar poco para recorrer grandes distancias en proporciones de tiempo prolongadas. Eso sí, la condición única y común en estos viajes era la del plus de nocturnidad, lo que daba a la empresa unos tintes de cobardía cuasi siderales. En aquellos viajes era tradicional la tristeza, el tener siempre presente la fecha de ida y nunca la de vuelta, es decir, era un cambio de vida con poco esfuerzo crematístico y sí con una gran carga emocional sobre la mesa. Se trataba de una personalidad aciaga, de las de pequeño ano y tremendo culo, se trataba, sin lugar a dudas, del quiero y no puedo, del dime de qué presumes, del mucho ruido y nulos resultados. Había fracasado irremisiblemente en todas y cada una de sus intentonas, y eso que lo había probado todo, pero la ciudad le ganó el pulso de forma reiterada y acabó por vencerle en la gran batalla final, esa que como resultado te enseña la puerta de salida. En esas estaba cuando tomó asiento en aquel vetusto bus con matrícula de Melilla y un sinfín de números. Esa carraca, para qué negarlo, emanaba un hedor profundo a queroseno, a cucarrón muerto y a polvo acumulado hasta en la dinamo del motor. Con una entrada de medio aforo aproximadamente, el autobús comenzó su andadura entre las dársenas de la estación de forma bulliciosa y animosa. En el asiento contiguo nadie ubicó sus posaderas, por lo que para su algarabía podría viajar todo lo ancho que le permitía aquel reducido zulo que le serviría de morada durante largas horas. La ciudad tabú se despedía para dar paso a la nueva metrópolis que, en este caso, no tenía nombre.
Escapada A Ninguna Parte
Había salido por la puerta de atrás, con urgencia, sin mesura, con grandes dosis de vergüenza y, sobre todo, con ligero equipaje en alma y espíritu. Hubo un tiempo en que, bueno, era habitual pagar poco para recorrer grandes distancias en proporciones de tiempo prolongadas. Eso sí, la condición única y común en estos viajes era la del plus de nocturnidad, lo que daba a la empresa unos tintes de cobardía cuasi siderales. En aquellos viajes era tradicional la tristeza, el tener siempre presente la fecha de ida y nunca la de vuelta, es decir, era un cambio de vida con poco esfuerzo crematístico y sí con una gran carga emocional sobre la mesa. Se trataba de una personalidad aciaga, de las de pequeño ano y tremendo culo, se trataba, sin lugar a dudas, del quiero y no puedo, del dime de qué presumes, del mucho ruido y nulos resultados. Había fracasado irremisiblemente en todas y cada una de sus intentonas, y eso que lo había probado todo, pero la ciudad le ganó el pulso de forma reiterada y acabó por vencerle en la gran batalla final, esa que como resultado te enseña la puerta de salida. En esas estaba cuando tomó asiento en aquel vetusto bus con matrícula de Melilla y un sinfín de números. Esa carraca, para qué negarlo, emanaba un hedor profundo a queroseno, a cucarrón muerto y a polvo acumulado hasta en la dinamo del motor. Con una entrada de medio aforo aproximadamente, el autobús comenzó su andadura entre las dársenas de la estación de forma bulliciosa y animosa. En el asiento contiguo nadie ubicó sus posaderas, por lo que para su algarabía podría viajar todo lo ancho que le permitía aquel reducido zulo que le serviría de morada durante largas horas. La ciudad tabú se despedía para dar paso a la nueva metrópolis que, en este caso, no tenía nombre.
