La Cuesta Del Mar


Mi viejo portal se alzaba sobre una pequeña estribación, ocupaba una posición reinante sobre una tremenda cuesta antes, moderada después y relativamente pequeña con una conciencia de adulto. Aquel resalto dio para mucho en mi infancia: buscamos a Lucifer, nos tiramos en trineo, con la bicicleta, en plancha, encendíamos petardos de Navidad, practicábamos “futbolismo” (un híbrido entre el fútbol y el alpinismo), encontrábamos tesoros entre los excrementos de chucho o simplemente ocupábamos nuestro tiempo escondiéndonos entre la maleza. Como es obvio, el campo visual difería mucho de arriba abajo y viceversa, eran dos latitudes distintas, una dimensión desde arriba y otro mundo si te encontrabas abajo.

Los días transcurrieron a rachas, en paz a veces, con sobresaltos a ratos, amenazantes casi siempre, pero con el ánimo y la ilusión por bandera. No es ambiguo decir que pasaron raudos y eternos a la vez, pero la posología resultante fue la de que resultaron días inolvidables en cualquier caso. Sabe Dios cuántas conjeturas se hicieron, cuantas baladronadas se proclamaron, cuantos sueños se hundieron en la ladera y cuantos planes inviables se enhebraron; sin embargo, todo quedo allí, en la cuesta tan humilde que ni siquiera tenía nombre. 

Un día la realidad ganó terreno a los sueños y se presentó en mi edad castigada, pero dentro del mismo escenario. Es cierto que la cuesta había sufrido “reforma”, que incluso el tiempo la había erosionado tanto como a mí, pero seguía evocando los mismos recuerdos de antaño. En la región más seca de todo el país solo veíamos el mar por televisión o en las postales que nuestros allegados más pudientes nos enviaban desde sus lugares de recreo. ¿Quién imaginaba, por tanto, encontrarlo allí?...