Era mi potencial tan alto que ahora no sé cómo reducir la marcha.
Era tan alta la aspiración que ahora da miedo mirar abajo.
Era, en definitiva, mi pundonor tan alto que el depósito de combustible se quedó pequeño precisamente cuando el firme picaba hacia las rampas más violentas.
A riesgo de ser atropellado por la realidad, ahora me dejo rebasar por la decepción.
Aunque es cierto que la decepción no vino sola y en la lijada también me levantaron las pegatinas la desidia, el dolor y la humillación.
Tan lejos de la meta como cerca del fin, con un colapso en el motor de explosión.
Justo en ese momento en el que ya esperaban con ramos de flores y botellas de vino del caro.
La bandera a cuadros se quedó sin la blanca esperanza y ahora el horizonte solo ondea entre oscuros nubarrones que impiden ver más allá.
Lejos, muy lejos ya, del himno victorioso y de las coronas de laurel, de la ilusión y con la derrota como escudo de armas sobre el estandarte del fracaso.
Hay que saberse bajar, aunque no quieras, antes de verse varado, antes incluso de confirmar que el volante vira ligeramente hacia la cuneta por defecto, antes, recomendado, de que te reclamen con el claxon desde todas las direcciones.
Ahora solo disfruto de la quietud del momento, del desahucio, de subir a lo alto de esta ruina compuesta por deshechos, cenizas e incluso de unas volutas con el reflejo de un tiempo que ya apenas recuerdo y que se irán con la primera ráfaga de viento a otro lugar que espera en las antípodas de los embates de otro tiempo.
