Alguien se acomodó a su vera, en quietud, silencioso. Con miedo insuperable e inalterado, no quiso levantar la mirada de su libro. En ese momento solo podía sentir el pálpito de su corazón, leve, y el cosquilleo que le producía el contacto del vello de la sombra con su piel.
Aquella secuencia se prolongó durante una eternidad, tanto que ignoraba si amanecía o atardecía, tanto como para haber olvidado cómo se habla, cómo se monta en bicicleta o incluso cómo se respira.
Por momentos el miedo mutó en incertidumbre e incluso en ocasiones a ilusión. Sí, era como si la tensión hubiese alterado sus constantes hasta sentirse ebria de emociones, tensión y desasosiego.
Una esperanza disfrazada de claridad inundaba la estancia, pero al detener la mirada en un punto fijo descubre que todo sigue oscuro. No, no podría determinar de forma precisa lo que estaba ocurriendo. Los detalles se le escurren entre los dedos de forma vertiginosa, sin poder retenerlos, como quien pretende guardar aire en una caja o como el que se afana en reunir una cantidad de agua determinada en un cono de papel.
No, no tengo medios para describir, no sé para qué sirve un lápiz, ni tampoco sé lo que son los recuerdos. De hecho, no sé qué estoy haciendo aquí, pero de lo que sí estoy segura es de que ahora debería estar en otro lugar, lejos, donde pueda volar, donde pueda ser libre, donde no dependa de nada ni de nadie.
A veces todo es mucho más sencillo de lo que parece.
